domingo, 9 de febrero de 2014

“RELATO DE UN NÁUFRAGO”

Detalle de Un náufrago (1890), obra en yeso patinado del escultor Mateo Inurria.
Museo de Bellas Artes de Córdoba.
Foto: Carmen del Puerto.


Estuvo diez días a la deriva en alta mar, hasta que Gabriel García Márquez lo rescató del olvido. El marinero de la armada colombiana entró entonces en todas las facultades de Periodismo. Los incondicionales de Manuel Leguineche y alumnos de Pedro Sorela no sólo supimos de aquella odisea caribeña, testimonio de soledad y manual de supervivencia. “Relato de un náufrago” contenía, además, las claves del reportaje perfecto, el género periodístico que mejor interacciona con la literatura.

También aprendimos que los gobiernos mienten y que se paga un alto precio por contar la verdad. Tras el reportaje, que ponía en evidencia a la dictadura militar colombiana, se clausuró El Espectador, periódico que lo había publicado por entregas, antes de convertirse en best seller; se marginó al protagonista, Luis Alejandro Velasco, pese haber sido "proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de la belleza y hecho rico por la publicidad"; y se condenó al exilio en París al periodista autor de Cien años de soledad que obtendría el Premio Nobel de Literatura en 1982.

¡Cuánto magisterio! ¡Cuánta generosidad! Imposible no estar en deuda con todos los nombres propios que hoy rescato en “El bazar de la Metáfora”. Porque también ellos nos “salvaron” permitiéndonos alcanzar la orilla, aferrados a un mástil, como el náufrago de Mateo Inurria.

sábado, 1 de febrero de 2014

JUEGOS: Pinta en bastos

Chicos jugando a las cartas (Rafael Romero Barros, h. 1876-1877).
Museo de Bellas Artes de Córdoba.
Foto: Carmen del Puerto.


Philippe Ariès no era un historiador convencional. El francés de orillas del Loira sostuvo que la niñez o, más exactamente, el sentido de la infancia no existía en la Edad Media. Según él, la conciencia de la misma en nuestro imaginario colectivo como una fase del desarrollo humano se remonta a principios de la Edad Moderna. Los marxistas también se interesaron por la niñez proletaria, pero lo hicieron para condenar los efectos sociales del capitalismo (temprana inserción laboral, altas mortalidad y morbilidad…). Ariès, en cambio, fue el primero en dar a los niños protagonismo en la Historia, permitiendo entender el mundo de las representaciones que la sociedad ha construido sobre la infancia. (También puso de moda el tema de la muerte, pero esa es otra “historia”).

Al investigador francés le llamó la atención que, hasta el siglo XVII, el arte no incluyera a la infancia en sus manifestaciones, sustituyendo a los niños por adultos de tamaño reducido. De esta observación derivaron sus polémicas conclusiones cuando comparaba la sociedad tradicional con la sociedad moderna. “En la primera –señala el también historiador Jorge Rojas Flores-, la familia no cumplía un rol relevante en la socialización, y el aprendizaje se realizaba en la comunidad. Tampoco cumplía una función afectiva, ya que el amor no era indispensable que se desarrollara en su interior y los sentimientos hacia los niños eran superficiales.”

En la sociedad moderna, parejo al sentimiento familiar que resultó de la creación del espacio privado y del abandono de la vida colectiva, los niños sufrieron –en palabras de Ariès- una suerte de reclusión equivalente a la de los locos, los pobres y las prostitutas. Advirtió que fue entonces cuando la familia comenzó a organizarse en torno a los niños y que la libertad de que éstos gozaban anteriormente se transformó en diversos mecanismos de control y protección hacia ellos. En ese sentido, y como señala Rojas Flores, Ariès “terminó valorando –con clara nostalgia- el anonimato infantil de la sociedad tradicional, que diluía las posibilidades de control y represión y producía un tránsito menos forzado de la niñez a la adultez.”

A este genuino representante de la llamada Historia de las Mentalidades, preocupado intelectualmente por la infancia, equivocado o no, y que contribuyó a consagrar el uso de la iconografía en los estudios históricos, dedico este óleo del padre de Julio Romero de Torres inmortalizando a sus hijos menores. En el cuadro, el propio pintor de “La chiquita piconera” aparece retratado a la puerta de su casa en la cordobesa Plaza del Potro, observando atentamente cómo sus hermanos, adultos en su actitud, juegan a la brisca. ¡Y, ojo, que pinta en bastos!

*Recomiendo este ensayo de Jorge Rojas Flores de donde he extraído las citas: