La Casa de los Esclavos, en la isla de Gorée
(Senegal). Foto: Carmen del Puerto.
El
anuncio decía: “Magnífica mansión holandesa de estilo barroco colonial del
siglo XVIII en tonos pasteles, distribuida en dos plantas, con espaciosas y
luminosas estancias, doble escalinata de diseño en semicírculo, patio central y
maravillosas vistas al mar”. Cuando el agente de la inmobiliaria me la mostró
insistiendo en sus muchas posibilidades y por tan buen precio, sentí como si de
un momento a otro las candidatas de un concurso de belleza fueran a bajar luciendo
palmito por aquellas escaleras laterales que tenía ante mí.
Pero me
equivocaba, porque lo que vi fueron los espectros de al menos veinte millones
de esclavos negros que durante tres siglos sufrieron la mayor vejación humana imaginable.
Hombres, mujeres, niños y niñas que, si sobrevivieron en aquel sórdido infierno
de la pequeña isla senegalesa de Gorée, fueron obligados a cruzar la “puerta del
viaje sin retorno”. Toda una metáfora que explica cómo se embarcó a aquellas
personas rumbo al continente americano para ser objeto de una explotación
despiadada trabajando en las plantaciones de algodón, café y azúcar de los
grandes potencias europeas.
No me
costó mucho imaginar las diferencias que debieron de existir entre las dos
plantas de aquel majestuoso edificio: arriba, los amos, militares o mercaderes,
rodeados de lujos europeos, dispuestos a lucrarse comerciando con seres humanos;
abajo, los esclavos, encadenados con grilletes y colocados espalda con espalda,
hacinados en aquellos calabozos húmedos e insalubres. África se quedó sin sus
mejores individuos –sin duda, una especie superior-, que fueron selectivamente capturados
en sus aldeas y apartados de sus familias para ser enviados a las colonias
americanas. Hoy, los descendientes afroamericanos de aquellos antiguos esclavos
negros destacan en competiciones atléticas.
Entre
aquellas paredes color salmón me pareció incluso oír los gritos literalmente
ahogados de los niños, separados de sus madres. Y a las jóvenes aún vírgenes
convertidas a la fuerza en amantes de sus negreros. Aún se escucha el eco de
latigazos, insultos y lamentos en aquel almacén inmundo de mercancías humanas.
Y por si
me faltaba imaginación, los rótulos en las puertas de las mazmorras informaban
de cómo se clasificaba al “ganado”: “Hombres”, “Mujeres”, “Niños”, “Chicas jóvenes”,
“Individuos inapropiados” o “Celda (de castigo) para recalcitrantes”. En la “Sala
de pesaje” se cebaba a los esclavos con un tipo de fécula de engorde rápido hasta
que alcanzaban el peso mínimo (60 kg en el caso de los hombres) que les permitiera
soportar la travesía transoceánica en las bodegas de los barcos.
Afortunadamente,
cuando me enseñaron esta casa de los horrores, de la ignominia, hoy Patrimonio
de la Humanidad, se vendía ya sin inquilinos.
¡¡Espeluznantemente bonito Gorée!!
ResponderEliminar