domingo, 5 de julio de 2015

CUADERNOS DE SENEGAL: La Casa de los Esclavos


La Casa de los Esclavos, en la isla de Gorée (Senegal). Foto: Carmen del Puerto.


El anuncio decía: “Magnífica mansión holandesa de estilo barroco colonial del siglo XVIII en tonos pasteles, distribuida en dos plantas, con espaciosas y luminosas estancias, doble escalinata de diseño en semicírculo, patio central y maravillosas vistas al mar”. Cuando el agente de la inmobiliaria me la mostró insistiendo en sus muchas posibilidades y por tan buen precio, sentí como si de un momento a otro las candidatas de un concurso de belleza fueran a bajar luciendo palmito por aquellas escaleras laterales que tenía ante mí.

Pero me equivocaba, porque lo que vi fueron los espectros de al menos veinte millones de esclavos negros que durante tres siglos sufrieron la mayor vejación humana imaginable. Hombres, mujeres, niños y niñas que, si sobrevivieron en aquel sórdido infierno de la pequeña isla senegalesa de Gorée, fueron obligados a cruzar la “puerta del viaje sin retorno”. Toda una metáfora que explica cómo se embarcó a aquellas personas rumbo al continente americano para ser objeto de una explotación despiadada trabajando en las plantaciones de algodón, café y azúcar de los grandes potencias europeas.

No me costó mucho imaginar las diferencias que debieron de existir entre las dos plantas de aquel majestuoso edificio: arriba, los amos, militares o mercaderes, rodeados de lujos europeos, dispuestos a lucrarse comerciando con seres humanos; abajo, los esclavos, encadenados con grilletes y colocados espalda con espalda, hacinados en aquellos calabozos húmedos e insalubres. África se quedó sin sus mejores individuos –sin duda, una especie superior-, que fueron selectivamente capturados en sus aldeas y apartados de sus familias para ser enviados a las colonias americanas. Hoy, los descendientes afroamericanos de aquellos antiguos esclavos negros destacan en competiciones atléticas.

Entre aquellas paredes color salmón me pareció incluso oír los gritos literalmente ahogados de los niños, separados de sus madres. Y a las jóvenes aún vírgenes convertidas a la fuerza en amantes de sus negreros. Aún se escucha el eco de latigazos, insultos y lamentos en aquel almacén inmundo de mercancías humanas.

Y por si me faltaba imaginación, los rótulos en las puertas de las mazmorras informaban de cómo se clasificaba al “ganado”: “Hombres”, “Mujeres”, “Niños”, “Chicas jóvenes”, “Individuos inapropiados” o “Celda (de castigo) para recalcitrantes”. En la “Sala de pesaje” se cebaba a los esclavos con un tipo de fécula de engorde rápido hasta que alcanzaban el peso mínimo (60 kg en el caso de los hombres) que les permitiera soportar la travesía transoceánica en las bodegas de los barcos.

Afortunadamente, cuando me enseñaron esta casa de los horrores, de la ignominia, hoy Patrimonio de la Humanidad, se vendía ya sin inquilinos.



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