Monumento del Holocausto, en Berlín.
Fotos: Carmen del Puerto.
Entro, me hundo, me
pierdo. Salgo, respiro, me encuentro. Ni una meta, ni un fin, ni un camino, ni
hacia fuera, ni hacia dentro. Abstracción pura, sin sonido. Geometría sabiamente
proyectada. Falsa simetría sobre un firme ondulante. Una matriz cúbica llena de
angustia y de vacío. En cada arista, un recuerdo. Allí están, ni vivos ni muertos.
Líneas de fuga convergentes en la distancia. Perspectiva de futuro. Horizonte
de esperanza.
Sentimientos que
sugieren las 2.711 estelas de hormigón erigidas sobre 19.073 metros cuadrados, cerca
de la Puerta de Brandenburgo, para honrar a los seis millones de judíos exterminados
por el régimen nazi. 2.711 “ataúdes” sobre la vivienda del ministro de
Propaganda del Tercer Reich. ¡Ay, si Goebbels levantara la cabeza…! 2.711 bloques
representando otras tantas páginas del Talmud hebreo. 2.711 muestras de la
buena voluntad de una Alemania que, enfrentada a su pasado, entierra así la
retórica antisemita de Hitler, si bien los judíos no fueron las únicas víctimas
de la barbarie.
En este bosque de
prismas, laberinto de poliedros, diseñado por el arquitecto estadounidense Peter
Eisenman, los turistas se retratan y los niños corren, jugando a esconderse,
ajenos al drama que el conjunto simboliza. Con tantas sonrisas y sesiones
fotográficas, la solemnidad del Monumento del Holocausto se pierde. Quizá sea
mejor así.
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